Cada noche me pasa lo mismo. Tropiezo, caigo, me enfado y con gusto lo mandaría todo al retrete si no fuera por... el Amor. La Ley del Transeúnte. La sístole y la diástole de los semáforos. El diluvio ordenado de las avenidas y, detrás de los edificios de nueve plantas, brilla la moneda ruidosa de las luces de mercurio ardiendo.
Malditos sean todos.
Cada noche me pasa lo mismo. Me infecto, me cambio la piel y salgo nuevo. A cambio, me voy quedando más pequeñito. Como las Matrioshkas rusas. Si no fuera por la hinchazón, desaparecería de tan pequeño. Si no fuera por mi azotea, o por mi alféizar. Si no fuera por las doce de la noche, sería un cliente perfecto. Si no fuese porque se me hincha el pecho de vez en cuando.
Cada noche me perdono la vida. Me soy paciente, me doy una tregua, me absuelvo pecatis tuis y me concedo redención. Si no funciona, me escapo. Y menos mal que me escapo. Una botella de oxígeno, o algo parecido.
Bálsamos. Metadona para el alma.
No se lo digas a nadie, ya casi soy profesional.
Cada noche me pasa lo mismo.
En fin.
Bálsamos
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