Los días siguientes traían el velo transparente de un invierno fingido. Los ojos como las ventanas y el piano lento de las tardes por el desagüe, la procesión de todos los demás, el transeúnte de mi peatón que se abriga, medialuz a proa, silencio en clave de sol.
Arriba, más arriba aún que las azoteas, mezclo medicinas para que me salga la primavera por la garganta. La ronda del alféizar. Separo con cuidado el músculo de la ternura. Secciono la articulación de la sábana. Aparto el tejido del olor a desván. Aurículas y ventrículos que se abren como un libro, y se puede ver el latido sordo de las marionetas.
La opereta de las uñas que no se clavan, el naufragio mudo del sofá. Uno a uno los instrumentos tiritan los dientes, soñando con cocinas de café y mediatardes de azúcar. El sol. La luz en el balcón. El tierno desierto que sube por el tobillo. En el fondo de la maleta se calla el monstruo de las fotografías, y se oye el silbido siniestro de la cola del reloj.
Más tarde, con un silencio limpio de patenas y lejía, se abren paso los fantasmas y las noches congeladas. Giran el cuello los claveles. Luto en el escaparate de las floristerías. Un gato que se escapa tras una esquina. Humo que, con el viento, desaparece. Recojo papeles para la candela. Debajo de la cama se esconden todos los monstruos. Calla, que no se despierten.
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